Roberto Gargarella (Buenos Aires, 1964) advierte al antiguo proceso de acumulación de poder y de deterioro de los controles detrás de la praxis institucional que generó la novedad de la pandemia. A este jurista especializado en los derechos humanos y discípulo del gran pensador Carlos Nino le preocupa esa reacción porque, según dice, la historia enseña que conduce a errores y a abusos. Gargarella cita como ejemplo de ese impacto negativo el hecho de que las autoridades estén al margen de las restricciones de derechos que impusieron a la población, y se reúnan y vulneren el distanciamiento social. Y, cuando tiene que definir jurídicamente esta coyuntura, dice en una videoconferencia de Skype: “estamos viviendo en un estado de sitio de facto inaceptable en términos constitucionales”.
-¿Cómo llega a esa definición?
-En América Latina tenemos una historia de estados de sitio. Y creo que estamos viviendo uno de facto: esto no quiere decir que la limitación de derechos y el confinamiento no sean justificables, lo que digo es descriptivo, no valorativo, y es que ya vivimos muchas veces situaciones como estas donde aparecen las tres circunstancias que desarrollaré a continuación. Primero: restricciones de derechos fundamentales hechas de una manera que la Constitución no permite porque no se sigue el procedimiento de la sanción de una ley o de la declaración del estado de sitio. Segundo: un nivel alto de acumulación de poderes en el Presidente, que esta semana tuvo otra vuelta de tuerca con la concesión de atribuciones especiales al jefe de Gabinete. Y tercero: la monopolización del espacio público por parte de las fuerzas de seguridad. Estos tres datos configuran un estado de sitio de hecho.
-¿Para qué sirve ese instituto?
-Todas las constituciones de América Latina reconocen situaciones de emergencia, como un terremoto, un tsunami y la invasión de un ejército extranjero, donde la deliberación no es posible. Pero, con la excusa de esa catástrofe, estamos sufriendo limitaciones que no pueden ser impuestas del modo en el que lo hicieron. Estamos pasando otra vez por una situación que no es nueva en lo que respecta a sus implicaciones institucionales. Lo que es desconocido es el tipo de catástrofe. Pero, insisto, la clase de respuesta que las instituciones han dado es conocida y preocupante. El hecho de que muchas de las medidas que se han tomado gocen de cierta racionalidad y hasta de aquiescencia no las hace jurídicamente aceptables. Hay una violación de los requerimientos constitucionales y eso no es menor: a la luz de nuestra historia, no es una circunstancia que debamos tomar a la ligera.
-Sobre todo porque los poderes nacidos en un escenario muy atípico, después son difíciles de sacar, ¿no?
-Ese es un punto. Sabemos que la penúltima vez que se concedieron al Presidente los poderes de emergencia fue durante la máxima crisis económica que tuvo la Argentina en 2001-2002 y que aquellos se mantuvieron intactos durante 16 años: hasta que no llegó otro partido político al Gobierno, esos poderes no se soltaron aún cuando se celebraba el boom económico. Por un lado vemos que esa concentración de poder persiste y, por el otro, que daña toda la estructura de controles. En el caso del jefe de Gabinete ocurre que alguien que no ha sido elegido por el pueblo está en control del presupuesto nacional. Es completamente inadmisible. Todos entendemos que estamos en una situación difícil y extrema, pero no es esta la manera. Para quienes sostenemos una concepción de la democracia que supone un diálogo entre todos y tomar decisiones mediante la conversación, la situación es catastrófica con independencia de quienes gobiernen. De este modo vamos a tomar malas decisiones: muchos de los abusos que se cometieron son el resultado de esa práctica, como lo que aconteció aquel viernes (de las aglomeraciones en los bancos) o las compras de comida con sobreprecios.
-¿Por qué ocurren estas fallas?
-Por la falta de transparencia y el secretismo. El propio hecho de que todas las limitaciones que sufrimos no afectan a la élite política que las impone… Vemos que el Presidente y su entorno se reúnen, cosa que nosotros no podemos hacer, y conversan sin barbijos, protección o distanciamento social. Hay una parte de la Argentina que se sacrifica y la dirigencia no. Por suerte no tenemos en la Argentina el tipo de escándalo que hay en México, Brasil y Estados Unidos, pero la situación actual también debe ser denunciada no sólo por lo que puede pasar, sino por lo que ya pasó y pasa. No quiero ser alarmista: si se sometieran a discusión, muchas de las medidas serían aprobadas, pero así no se pueden tomar porque llevan a errores y a abusos.
-¿Qué le provoca que el Congreso de la Nación haya sesionado casi dos meses después de la declaración de la pandemia?
-Hubo una pérdida de oportunidad de diálogo institucional entre el Senado y la Corte. Se había gestado una situación propicia para pensar de otro modo la relación entre los poderes y ambos jugaron al juego al que están acostumbrados, que es golpearse mutuamente. Luego, no podemos aceptar que las instituciones no estén funcionando porque, de ese modo, entre otras cosas, resultan funcionales a la concentración de poder y esto es un aspecto dramático de la historia argentina. Ojalá que del modo que sea se pongan en marcha para que haya activos mecanismos de control, y la conciencia de que no se puede ni limitar derechos ni manejar discrecionalmente el presupuesto sin la intervención decisiva y protagónica del Congreso, y sin la discusión pública.
-Entonces, ¿no vale la cuarentena institucional?
-En los hechos, tenemos concentración de poder y limitaciones severas a los derechos constitucionales que se han puesto en práctica por medios que no están autorizados. Las medidas restrictivas sólo pueden ser tomadas mediante un estado de sitio que debe declarar el Congreso o, a través de una ley, que también debe hacer el Congreso. Como ninguno de estos dos caminos se siguieron, lo está haciendo de un modo que es ilegal el Poder Ejecutivo. Por más que no nos resulte aberrante, en términos constitucionales es inaceptable. Los poderes de emergencia están previstos para reaccionar frente al terremoto que arrastró las casas, no para gobernar dos meses de acuerdo a como se me ocurre. No hay emergencia sanitaria que justifique este proceder.
-¿Qué opina de la polémica que generó el coronavirus respecto de las prisiones domiciliarias?
-Es una instancia más de lo que hablábamos: se toman decisiones improvisada y discrecionalmente, y a los ponchazos. Juegan el viejo juego: cada quien saca la “mordida” o el beneficio. No tengo dudas de que en el Ejecutivo hay gente que busca la liberación de presos afines al oficialismo y de que hay jueces que están interesados en promover las liberaciones de algunos. Este problema se tramitó de la peor forma, y no mediante el diálogo y el acuerdo entre los poderes en un debate público. Las cárceles son un lugar de preocupación especial dados los niveles de hacinamiento y de insalubridad, pero aquí no hemos podido procesar esta inquietud razonable porque se está jugando otro juego, que es aprovechar la excusa para favorecer a tal o a cual.
-Con la reactivación del Congreso está reapareciendo el proyecto de la reforma judicial…
-Todas las reformas judiciales que conozco han obedecido siempre a las peores razones privadas y no públicas. Yo entiendo que la política no es un coro de ángeles y que sus integrantes siempre buscarán una tajada, pero me parece que en lo que hace a las reglas de juego básicas debemos estar alertas. Vemos la erosión democrática, que es el socavamiento de los sistemas de control desde adentro y poco a poco, que lleva a la muerte de la democracia a través de mil cortes: ninguno es decisivo ni un golpe de Estado, pero se van aflojando los controles uno a uno. Participo de una lectura de la Constitución que pone un especial acento en el cuidado de las reglas de juego porque ellas nos permiten seguir jugando el juego democrático. El Poder Judicial merece ser “recontrareformado”, pero es algo que hay que tratar con cuidado extraordinario y no como ha sucedido en el pasado, en particular con ese intento de reforma llamado “democratización de la Justicia”, que fue lo contrario a lo que se predicaba de un modo caricaturesco. Corremos el riesgo de cometer ahora ese mismo error que ocurrió ayer.